Aunque haya tardado 5.000 años en conquistar Occidente, la velocidad con la que el yoga se ha generalizado y convertido en tendencia en el siglo XXI ha sido como la del rayo en la tormenta del estrés de la vida moderna. La introspección a la que continuamente invita, bien sea mediante la atención a la respiración o a través de la ejecución de posturas fundamentadas en la flexibilidad, el equilibrio o la fuerza, han hecho de esta disciplina un fenómeno global, con 300 millones de entusiastas en todo el mundo. Sobre todo en Estados Unidos, donde la cifra de yoguis se duplicó entre 2012 y 2016, alcanzando 36 millones de asiduos, según apunta la web The Good Body.
La sociedad moderna encuentra en la práctica de las asanas –nombre sánscrito con el que se conocen las posturas–, mudras y mantras una manera de hacer frente a dos epidemias de este tiempo: el sedentarismo y el estrés. Una clase bien guiada, donde las secuencias se puedan adaptar a todos los cuerpos, y que empiece y acabe con una meditación que insista en la idea de la mente en calma, que no en blanco, cuenta con múltiples beneficios avalados por la ciencia. Uno de los estudios más importantes, de la Universidad de Harvard, destaca su incidencia positiva en pacientes hipertensos. Este rédito cardiovascular llevó a la Administración Obama a incluir el yoga en la cobertura sanitaria pública para mayores de 65 años. Un gran número de investigaciones señalan, además, su efectividad en mejorar los síntomas de la ansiedad y la depresión. Y está considerado Patrimonio Universal por la UNESCO, con la celebración de un día mundial cada 21 de junio.
Pero es posible que el marketing haya exagerado sus beneficios, creando expectativas irreales que lleven a pagar la matrícula de un estudio pensando en transformaciones radicales. Tanto es así, que en la lista de pseudoterapias del Ministerio de Sanidad, Consumo y Bienestar Social aparece el término de forma reiterada (“yoga”, “yoga de polaridad” y “kundalini yoga“). Elena Campos, presidenta de la Asociación para Defender al Enfermo de las Terapias Pseudocientíficas, sostiene que “los pacientes deben tener claro que bienestar no es sinónimo de tratamiento ni de terapia. La alerta surge por la frecuencia con la que centros o instructores de yoga ofrecen o publicitan otras pseudoterapias, como ayurveda, medicina tradicional china, osteopatía, quiropraxia, acupuntura… Por eso se ha incluido al yoga en la lista de #ConPrueba“.
Meditación, respiración y asanas son los tres elementos que forman la ecuación de esta práctica. De entre ellos, es la parte física la que se lleva la atención en los estudios convencionales y gimnasios. Las figuras tienen un impacto en la flexibilidad, la fuerza y la alineación de la columna. Algunas son origen de otras actividades deportivas, como el método Pilates o la gimnasia hipopresiva. Esta esencia polifacética se manifiesta en la variedad de escuelas con distintos abordajes. Desde el estilo Hatha, considerado el más fiel a las enseñanzas milenarias, a los dinámicos Ashtanga –también con fuerte vinculación a la tradición clásica– o Vinayasa, los dos preferidos de quienes buscan una práctica aeróbica (además del Iyengar, popularizado en el siglo XX y caracterizado por el uso de bloques y cinturones para facilitar el aprendizaje de las posturas). Pero en este campo también hay controversias. Una de las más notables acompaña al éxito de versiones inspiradas en el fitness que introducen las mancuernas en las clases. Se trata de la contaminación del yoga por la obsesión del culto al cuerpo, visible en los miles de likes que generan sus posturas en Instagram, de la mano de ese nuevo linaje de la sociedad moderna que son los influencers.
Ramiro Calle comenta que “hay muchos pseudoyogas, aquellos que no buscan la armonía ni la paz interior, sino tener un cuerpo diez o hacer un exhibicionismo contorsionista. El yoga es lo contrario a la afirmación del ego. Que cada cual elija”. El papel de las redes sociales llega a impactar en la carrera profesional de los maestros, al sentirse obligados a tener miles de seguidores para ser contratados en los mejores estudios, gimnasios o festivales. Y no todas las clases están bien dirigidas, por mucho que el instructor se recree hablando de sus bondades ancestrales. Una sesión mal ejecutada puede traer consigo dolor y lesiones. “Ahora mismo hay más profesores de yoga que alumnos, y mucha titulitis de escuelas y universidades que ofrecen diplomas de profesor a un precio desorbitado, pero que en ocasiones están muy lejos de responder a una formación de calidad“, advierte Calle.
En: BuenaVida / ElPais.com
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